Allá por Octubre de 1997 mi clase de 45 estudiantes y yo estábamos a sólo 8 meses de graduarnos de nuestra licenciatura en Educación e Inglés, después de 4 años completos. Teníamos clases, tutorías, largas noches de estudio e investigación, procesamiento de datos, ejercicios, proyectos, revisión de referencias y citas, horarios apretados, diagramas, tablas, estadísticas varias y mucho café.
La universidad era un hervidero de actividad política, científica, cultural, académica y administrativa. Nosotros también nos sentíamos así. Si se nos miraba en aquella época podría pensarse que eso era todo lo que estaba ocurriendo allí, sin embargo, esa era solamente la actividad de la superficie. De hecho, algo escondido pasaba. Ciertas operaciones no visibles al ojo humano se llevaban a cabo. No eran cosas evidentes ni ruidosas. A continuación algún contexto rápido:
Dentro de esta algarabía opinionada, hormonal, fiestera y competitiva que éramos había un par de estudiantes que «parecían funcionar con un combustible diferente». En primer año eran solo dos. Acostumbraban ir juntos. No parecían muy entusiasmados con nuestras promesas de alcohol y felicidad. Yo pensé: –Bueno, raros hay en todas partes.
Al año siguiente «los raros» ya eran cuatro y la alegría desbocada y promiscua no parecía ser lo suyo. –¿Cómo era aquello posible?– Seguía elucubrando yo. Un año más pasó y noté que ya eran seis los del comportamiento sospechoso, cinco estudiantes y un miembro muy respetado de la facultad. Un día finalmente, hacía finales del tercer año, reuní valor para acercarme. Quizás la curiosidad venció a mi orgullo y descendí desde mis alturas de suficiencia, aparentando que aquello no era muy importante y con displicencia programada pregunté qué era lo que pasaba con ellos, porque era claro que algo se traían entre manos. A mí no me engañaban.
Entonces uno de ellos con amabilidad y mirándome directamente a los ojos me dijo: “He creído en el Señor Jesús… ahora soy salvo (Hechos 16:31). –¿Quieres que te cuente cómo fue que pasó? (2 Timoteo 1:8)». Fue uno de esos momentos en los que 5 minutos parecen una hora. Su afirmación era tan infantil pero tan convincente. ¿Cómo se atrevía a esgrimir un argumento como ese dentro de una universidad y a finales del siglo XX? ¿Es que ya no estábamos todos de acuerdo que esos cuentos eran cosas de abuelas? ¿Es que no se había enterado de Nietzsche, Russell y Lenin? ¿Dónde había estado todo este tiempo? Además, ¿qué era eso de salvo? Yo sabía mucho de religión y nunca había oído esa palabra. Me inquieté y no supe gestionar mis emociones, lo que me hizo sentir incómodo. Solo atiné a decir con ingenuidad: –Cuéntame.
Primero debo decir que en el grupo de estudiantes estábamos divididos en nuestra percepción respecto a «estos raros». Estaban los «respetuosos» cuyo mayor orgullo era decir que ellos toleraban a todos «sin juzgar». Luego estaban los alejados. A estos todo les daba igual. Cuando estaban sobrios empleaban su tiempo para preparar algún examen y no tenía espacio para nada más. Por otro lado estaban los militantes políticos, que eran como una manada de perros rabiosos y finalmente los que eran como yo, que los despreciaban desde las alturas y los llamaba tontos (2P 3:3).
Lo que pasaba era que el Señor estaba produciendo un remanente (Ro 11:5) entre aquellos que creían y eran salvos. Él estaba cuidando bien de estos chicos en aquel medio hostil. Hoy puedo ver que el evangelio estaba siendo predicado y muchos estaban orando por nosotros, aunque no éramos conscientes de eso. Yo fui salvo en esa época.